El Obispo presidirá la celebración del seminarista José Antonio García Izquierdo a las 18 h. en la S. I. Concatedral de Soria. Ofrecemos aquí su testimonio.
Hace ya más de tres meses que hice los ejercicios espirituales previos a mi ordenación diaconal. Salí del monasterio de Silos sintiéndome muy amado de Dios, como en una nube, pero, al llegar a Almazán, comprobé con sorpresa que el mundo había cambiado: el coronavirus se había extendido por todo el país a gran velocidad. Una semana después, por prudencia, decidimos aplazar mi ordenación y, a las pocas horas, el Gobierno declaró el estado de alarma.
Estos meses han sido un campo de batalla en que había que ganar terreno centímetro a centímetro. El primer combate fue rápido, quirúrgico, sin anestesia: hacer pública la suspensión de mi ordenación. Era solo un aplazamiento, pero costó pulsar el botón “enviar” en la pantalla de mi móvil.
El segundo combate se prolongó durante meses. El confinamiento y la suspensión del culto público decretada por nuestro obispo habían limitado al máximo nuestros movimientos para poder ayudar a la gente en lo espiritual y en lo material. La batalla se había transformado en una guerra de trincheras en que, en la mayoría de las ocasiones, había que tragarse el orgullo, aceptar con alegría la imposibilidad de hacer nada y contentarse con realizar incursiones rápidas, casi furtivas, en campo enemigo, para hacer avanzar el frente aunque fuera unos metros. Este ánimo nos empujó a realizar, entre otros hechos de armas, las retrasmisiones de las misas de Almazán por YouTube, la publicación semanal de Es Domingo, la pastoral del móvil, el dar la comunión a quien lo necesitaba, la dirección espiritual a distancia o el consolar y dar esperanza aunque fuera a través de WhatsApp.
No obstante, en la guerra de trincheras, no es tan importante el hacer como el ser. En las trincheras, rara vez el soldado traba combate directo con su adversario, porque su función principal es la de aguantar en su posición y vigilar los posibles avances del enemigo. Y el diácono, el sacerdote y el obispo son ante todo vigías. Dios nos elige para hacernos atalayas y vigías a fin de evitar los ataques del Enemigo y que el pueblo de Dios pierda terreno. Ser vigía es muchas veces simplemente aguantar, pero el aguantar de los diáconos, los sacerdotes y los obispos no es un aguantar a la fuerza, sino un aguantar por amor de Dios. Para aguantar por amor de Dios, hay que conocer a Dios y, para conocerlo, hay que estar muchas veces con Él: no se puede a amar a quien uno no conoce. Por eso, nuestra principal arma y defensa fue la oración diaria por nosotros y por la Iglesia: “Éste es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por su pueblo” (Liturgia de las horas. Responsorio breve. Segundas vísperas del oficio común de pastores).
Aunque pueda sorprender, doy muchas gracias a Dios por estos meses en las trincheras, porque creo firmemente que se ha servido de esta situación a fin de prepararme mejor para el diaconado. Con todo, no quiero que os llevéis a engaño, la trinchera es un lugar malsano en que un pequeño corte con un clavo oxidado puede provocar una gangrena mortal. Por eso, este período en las trincheras ha sido un tiempo de combate espiritual que me ha enseñado humildad: uno, con sus solas fuerzas y talentos, puede bien poco. He experimentado vivamente que basta que nos alejemos un poco de Dios para perder el camino. Ninguno podemos confiar en estar completamente evangelizados: solo somos simples criaturas, tan limitadas y débiles para los realizar los bellos planes de Dios que creo que, si Él nos retirara su apoyo, su gracia -aunque fuera un momento-, seríamos como la llama de una vela en mitad de un huracán. El ser humano solo puede actuar “como si todo dependiera [de él] […], sabiendo que en realidad todo depende de Dios” (Pedro de Ribadeneira, Vida de san Ignacio de Loyola).
Ha habido ocasiones en que el Enemigo parecía que iba a superar nuestras defensas y abrir una brecha en nuestras líneas. En esos momentos oscuros, al volver la vista hacia nuestras filas desde mi atalaya, Dios me mostraba un espectáculo sobrecogedor y esperanzador, un gran ejército que se extendía sin fin en el tiempo y en el espacio, con las banderas desplegadas y ondeando al viento: era la Iglesia de Dios. Ante este formidable adversario, el Enemigo huía precipitadamente en el más perfecto caos.
Doy gracias a Dios por haberme mostrado su Iglesia eterna a través de las vidas de los santos que, providencialmente, saltaron un día en la reproducción automática de YouTube. Han sido las tropas de élite que necesitábamos en los momentos de mayor peligro: san Agustín, san Juan de la Cruz y san Francisco de Sales. Ha sido maravilloso ver cómo la vida de estos santos estimulaba al siguiente para ser santo. La Iglesia es como una gran familia en que la santidad de una generación engendra a la siguiente. Lo que hace de la Iglesia un ejército temible para el Enemigo es la santidad de Dios reflejada y hecha vida en los cristianos de todos los tiempos.
“El mundo había cambiado” -así comenzaba mi testimonio- pero, en estos meses también me he dado cuenta de que, en medio de la vorágine de los trágicos acontecimientos que hemos vivido, y a pesar de los vaivenes de la historia, la Cruz permanece intacta. ¡La Cruz de Jesús! Ahí resplandece el misterio del amor de Dios, que sufre nuestra muerte para darnos vida. La Cruz de Jesús es un ancla de esperanza que nos mantiene firmes ante la brutalidad de los vientos de la historia. Y yo quiero seguir desplegando la bandera de la Cruz al viento de la historia, para que las próximas generaciones sepan -como nosotros lo sabemos- que, bajo esta bandera santa, la victoria de Cristo es la nuestra y que no hay ejército ni fuerza que pueda derrotarnos: ¡hemos nacido para vencer siempre!