La locura de la cárcel, la locura del Evangelio

El día 24 de septiembre la Iglesia celebra la festividad de Nuestra Señora de la Merced, patrona de los cautivos y privados de libertad. Este año, el Secretariado nacional de pastoral penitenciaria dedica este día a los enfermos mentales que pueblan nuestras prisiones. El lema escogido es «La locura de la cárcel, la locura del Evangelio». Me gustaría compartir con los visitantes de la web diocesana un extracto de las reflexiones que, en torno a este tema, hace José Fernández de Pinedo, responsable de formación del Secretariado y capellán del centro penitenciario de Burgos:

Estar privado de libertad, no importa cómo, por qué, dónde, cuando, cuánto… nunca ha sido una situación envidiable. Desde las cárceles de los sistemas penitenciarios más avanzados del mundo, hasta las más inhumanas e infra acondicionadas, la suerte de la persona presa es prácticamente la misma: hacer primar el error sobre la habilitación de la persona, el pasado sobre el futuro y, por supuesto, el castigo sobre el perdón y la misericordia. Si el sistema cárcel sigue siendo, hoy por hoy, una de las asignaturas pendientes de la humanidad, tal suspenso sube de categoría (y es más apremiante) cuando percibimos cómo en nuestros centros penitenciarios residen un gran porcentaje de mujeres y hombres con enfermedades mentales. Los enfermos mentales que pueblan las cárceles constituyen una pobreza que no es, ni quiere ser, percibida ni atendida.

Una gran mayoría de estas personas no tienen conciencia de enfermedad, sino de sentirse mal. Una incorrecta relación con el mundo exterior les impulsa a crear un universo a su medida donde se instalan de mil maneras. Semejante desconexión conlleva conductas inadecuadas. Resulta escandaloso comprobar cómo las Administraciones públicas han descuidado la salud mental y los muros de las cárceles son los que ocultan esa dura realidad, haciendo que estos ciudadanos dejen de ser atendidos como enfermos para convertirse en delincuentes peligrosos. La locura de la cárcel se agranda a partir de la reforma de la asistencia psiquiátrica que inicia una transformación sustancial del sistema de atención a la salud mental, determinando un proceso de desinstitucionalización de centros psiquiátricos (los antiguos manicomios). Estos centros se van cerrando sin crear servicios alternativos que mejoren el tratamiento, la protección y el género de vida que toda persona enferma tiene por dignidad y derecho a recibir constitucionalmente.

Merced a este agravamiento, la locura de la cárcel va degenerando en una cárcel de locura, donde entre un 30% a un 40% de la población reclusa actual (68.614 personas según los últimos datos de Instituciones Penitenciarias) se verán incapacitados para llevar una vida digna cuando recobren su libertad. Por disposición judicial, muchas personas con enfermedad mental tras delinquir (la gran mayoría debido a su déficit mental-relacional-afectivo) son ingresados en prisión para cumplir su pena, faltos de actividades ocupacionales, hábitos de trabajo y de orientación laboral para el futuro. No hay alternativas para derivar a los enfermos mentales. El paso por la cárcel puede ser incluso más perjudicial, lo que conduce a una mayor dificultad para su tratamiento y reinserción. La experiencia demuestra que muchos de ellos, una vez acabada su condena, al no encontrar acogida ni en sus familias ni en los servicios sociales comunitarios, son depositados en la puerta del Centro penitenciario donde, con cierta facilidad, sustituirán la medicación por alcohol y drogas; el deterioro físico y mental se agravará propiciando la comisión de nuevos delitos.

Toda enfermedad engendra lejanía, maldición, exclusión… Las enfermedades mentales, además, dificultan el diálogo y la comunicación al verse alterada la percepción sensorial y real del mundo exterior e interior. Los parámetros de este mundo califican y tratan de locos y necios a quienes se atreven a alterarlos o van contra ellos. Las estructuras de poder riqueza y honor siguen y seguirán creando espacios de locura y cárcel: para que unos pocos se sientan (falazmente) triunfadores, libres y… tendrá que haber otra inmensa proporción de fracasados y esclavos. Paradójicamente la cordura, que brindan y nunca proporcionan estos parámetros, engendra locura, desorden y desigualdad.

La sabiduría del Evangelio es locura para los necios y para otros escándalo: «nosotros predicamos un Mesías crucificado, escándalo para los judíos, locura para los paganos; en cambio para los llamados… un Mesías que es portento y saber de Dios: porque la locura de Dios es más sabia que los hombres y la debilidad de Dios más potente que los hombres» (1 Co 1, 23-25) Y Jesús afirma que, en este Evangelio que se identifica con su propia vida, está la libertad y la felicidad. Él nos dice que la salud consiste en poder desarrollar las capacidades personales y participar de las tareas comunes de estudio, trabajo, vida afectiva, relaciones de amistad y comunidad, comprometiéndose en hacer presente ya y aquí el Reino de Dios. La fe no es una conquista-consecución de nuestros proyectos en la que contamos con Dios; la fe se recibe, se mantiene y se da desde la experiencia de haber sido visto por Dios y de sentirse amado por él. Es necesario mucha oración y mucho ayuno para que el mal desaparezca de nuestras vidas (recordad el pasaje de Mc 9,14-28)

Jesús acaba de bajar del monte Tabor donde el Padre ha estado presumiendo de su Hijo, invitándonos a escucharle para disfrutar de su gloria; en el valle se encuentra con la tragedia humana: tantos padres, madres, familiares y amigos que no saben qué hacer con sus deudos, inmersos en situaciones tan dolorosas como inhumanas. El mismo texto nos invita a entablar una correlación significativa entre lo que pasa en el Tabor y lo que ocurre en el valle. El Tabor es la lupa para contemplar el Calvario: Jesús habla con Moisés y Elías de lo que va a pasar en Jerusalén; sin la experiencia del Tabor no hay elucidación de tantos Calvarios, Auswitchz, centros de reclusión, campos de refugiados, espacios de esclavitud, infinidad de injusticias humanas y catástrofes naturales. El Tabor nos invita a romper la dinámica de Job en la gran pregunta «¿por qué?» y a contemplar con la mirada del Padre que sufre en cada uno de sus hijos. Él está con nosotros, encarnado en las mentes y cuerpos, maltrechos y yertos que llenan las cunetas del mundo y de la historia.

Ante la insolencia del «¿por qué?» se nuestra impotencia, Él nos contesta con su prolongada presencia encarnada: Él está y estará siempre al lado de los últimos mirándoles, tocándoles, sonriéndoles, escuchándoles, lavando sus heridas, acogiéndoles en su corazón para proporcionarles valor y esperanza. Y cuando le preguntemos qué es eso del Reino, Él nos seguirá diciendo como a los emisarios de Juan, el Bautista: «id y anunciad lo que estáis viendo y oyen-do: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia» (Mt 11, 4-5). Así, somos testigos de la fuerza de Dios recreando nuestra debilidad.

En el Tabor, el Padre nos invita a escuchar a su Hijo predilecto y la última y definitiva Palabra de Cristo está en el Calvario, donde se nos muestra y revela el amor indefectible de Dios por cada uno de nosotros. En lo alto del Calvario el Amor divino se encuentra con el Amén humano y es posible la Resurrección. Es en la contemplación del Crucificado donde el Espíritu nos con-firma que el mal, la enfermedad, el sufrimiento, tanta y tanta injusticia-maldad, y hasta la misma muerte no tienen la última palabra. Es en ese diálogo divino-total del Calvario donde cada día hemos de situar a nuestros hermanos privados de libertad, a quienes viven en nuestras cárceles enfermedades mentales. Es ahí, en el Calvario, donde el Espíritu nos revela que hace ya más de 2000 años el mismo Abba de Jesús nos dio la respuesta, desencadenando un proceso de Resurrección permanente.

El Papa Francisco, en su reciente visita a Brasil, nos ha dicho que la entrega total de Jesús ha transformado la Cruz: de instrumento de odio, derrota y muerte ha pasado a ser signo de amor, de victoria y de vida. Por eso, nadie puede tocar la Cruz de Jesús sin dejar en ella algo de sí mismo y sin llevar consigo algo de la cruz de Jesús a su propia vida. Cada vez que entramos en la cárcel y nos acercamos a los últimos, estamos palpando al Crucificado y desde la fe se entabla una relación que permite aspirar a la salud integral. Quien mira y palpa la Cruz queda libre de la serpiente egocéntrica que repta en nuestra mente y corazón, y puede regalarse e identificarse con el que está a su lado.

Es esa conexión que se entabla entre el Tabor y el Calvario la que nos da alguna posibilidad de allegarnos, con tiento, de puntillas y con el corazón descalzo, a estos hermanos privados de libertad y con enfermedades mentales; la posibilidad de acoger y tocar sus vidas, para seguir batallando por su salud integral, asegurada ya, plenamente, en los planes del Padre. La posibilidad de vivir, hoy y siempre, la locura del Evangelio: enderezar y levantar nuestra vida y la de los demás, desde la dinámica y Espíritu del Crucificado-Resucitado.

Desde la Delegación episcopal de pastoral penitenciaria deseamos que estas palabras sirvan para descorrer cerrojos y eliminar prejuicios en torno a estos hermanos nuestros, desgarrados por tantas situaciones de pobreza, rechazo, ausencia de lazos afectivos y marginalidad.

Anabel Dulce

Delegada episcopal de pastoral penitenciaria

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