1. La Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades y para cada creyente. Pero sobre todo es un «tiempo de gracia» (2 Co 6, 2). Dios no nos pide nada que no nos haya dado antes. Él no es indiferente a nosotros. Está interesado en cada uno de nosotros, nos conoce por nuestro nombre, nos cuida y nos busca cuando lo dejamos. Cada uno de nosotros le interesa; su amor le impide ser indiferente a lo que nos sucede.
2. Pero ocurre que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen. Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia. Esta actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una globalización de la indiferencia.
3. La indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es una tentación real también para los cristianos. Por eso, necesitamos oír en cada Cuaresma el grito de los profetas que levantan su voz y nos despiertan. Dios no es indiferente al mundo, sino que lo ama hasta el punto de dar a su Hijo por la salvación de cada hombre.
4. El pueblo de Dios tiene necesidad de renovación para no ser indiferente y para no cerrarse en sí mismo.
5. El cristiano es aquél que permite que Dios lo revista de su bondad y misericordia, que lo revista de Cristo, para llegar a ser como Él, siervo de Dios y de los hombres. Nos lo recuerda la liturgia del Jueves Santo con el rito del lavatorio de los pies.
6. La Cuaresma es un tiempo propicio para dejarnos servir por Cristo y así llegar a ser como Él. Esto sucede cuando escuchamos la Palabra de Dios y cuando recibimos los Sacramentos, en particular la Eucaristía. En ella nos convertimos en lo que recibimos: el Cuerpo de Cristo.
7. En esta comunión de los santos y en esta participación en las cosas santas nadie posee sólo para sí mismo sino que lo que tiene es para todos. Y puesto que estamos unidos en Dios podemos hacer algo también por quienes están lejos, por aquellos a quienes nunca podríamos llegar sólo con nuestras fuerzas porque con ellos y por ellos rezamos a Dios para que todos nos abramos a su obra de salvación.
8. En las parroquias ¿se tiene la experiencia de que formamos parte de un solo cuerpo? ¿Un cuerpo que recibe y comparte lo que Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que conoce a sus miembros más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos? ¿O nos refugiamos en un amor universal que se compromete con los que están lejos en el mundo pero olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta cerrada? (cf. Lc 16, 19-31).
9. Cuando la Iglesia terrenal ora, se instaura una comunión de servicio y de bien mutuos que llega ante Dios. Junto con los santos, que encontraron su plenitud en Dios, formamos parte de la comunión en la cual el amor vence la indiferencia. La Iglesia del cielo no es triunfante porque ha dado la espalda a los sufrimientos del mundo y goza en solitario. Los santos ya contemplan y gozan, gracias a que, con la muerte y la resurrección de Jesús, vencieron definitivamente la indiferencia, la dureza de corazón y el odio.
10. Toda comunidad cristiana está llamada a cruzar el umbral que la pone en relación con la sociedad que la rodea, con los pobres y los alejados. La Iglesia por naturaleza es misionera, no debe quedarse replegada en sí misma, sino que es enviada a todos los hombres. La misión es lo que el amor no puede callar.
11. ¡Cuánto deseo que los lugares en los que se manifiesta la Iglesia, en particular nuestras parroquias y nuestras comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio del mar de la indiferencia!
12. Estamos saturados de noticias e imágenes tremendas que nos narran el sufrimiento humano y, al mismo tiempo, sentimos toda nuestra incapacidad para intervenir. ¿Qué podemos hacer para no dejarnos absorber por esta espiral de horror y de impotencia? Podemos orar en la comunión de la Iglesia terrenal y celestial; no olvidemos la fuerza de la oración. Podemos ayudar con gestos de caridad, llegando tanto a las personas cercanas como a las lejanas, gracias a los numerosos organismos de caridad de la Iglesia. La Cuaresma es un tiempo propicio para mostrar interés por el otro, con un signo concreto, aunque sea pequeño, de nuestra participación en la misma humanidad.
13. El sufrimiento del otro constituye una llamada a la conversión. Si pedimos humildemente la gracia de Dios y aceptamos los límites de nuestras posibilidades, confiaremos en las infinitas posibilidades que nos reserva el amor de Dios. Y podremos resistir a la tentación diabólica que nos hace creer que nosotros solos podemos salvar al mundo y a nosotros mismos.
14. Quiero pedir a todos que este tiempo de Cuaresma se viva como un camino de formación del corazón, como dijo Benedicto XVI (cf. Deus caritas est, 31). Tener un corazón misericordioso no significa tener un corazón débil. Quien desea ser misericordioso necesita un corazón fuerte, firme, cerrado al tentador pero abierto a Dios. Un corazón que se deje impregnar por el Espíritu y guiar por los caminos del amor que nos llevan a los hermanos y hermanas. En definitiva, un corazón pobre, que conoce sus propias pobrezas y lo da todo por el otro.
15. Deseo orar con ustedes a Cristo en esta Cuaresma: «Fac cor nostrum secundum Cor tuum» («Haz nuestro corazón semejante al tuyo»).