La peregrinación diocesana a Roma, por el Jubileo de la Esperanza, se celebró entre el 13 y el 19 de octubre con la participación de 115 personas. A la cabeza de la expedición estuvo el Vicario de Pastoral, Julián Ortega Peregrina, junto a él el encargado de peregrinaciones en Osma-Soria, el padre carmelita Eduardo Sanz de Miguel que preparó la ruta de forma excepcional, y la delegada de Laicos, María Jesús Gañán.
Un grupo heterogéneo, en cuanto a edad y procedencia, que vivió una semana muy intensa recorriendo Roma de una manera muy especial que siempre quedará en su memoria y en su fe. La delegada, María Jesús Gañán, cuenta que “merece mucho la pena, es algo especial, una manifestación de nuestra fe porque en todo lo que ves, pisas y sientes tienes a Cristo muy cercano”. Gañán subraya que esta peregrinación ha sido otra forma de conocer la capital italiana “algo más profundo”.
El mismo día de su llegada ya visitaron San Pablo Extramuros, el martes día 14 peregrinaron hasta la Puerta Santa de San Pedro portando por turnos una cruz y allí mismo celebraron la Eucaristía presidida por Julián Ortega. El miércoles fue un día intenso con la Audiencia con el Papa en la Plaza de San Pedro y el jueves visitaron San Juan de Letrán, Santa María la Mayor, la Santa Cruz de Jerusalén y les dio tiempo para conocer las catacumbas. El viernes día 17 se desplazaron hasta Asís, a sentir de cerca a San Francisco, Santa Clara y San Carlo Acutis. El sábado caminaron 15 kilómetros por Roma para ver el Popolo, la Plaza de España, San Ignacio, la Fontana de Trevi o la Piazza Navona. El domingo 19, la expedición regresó a casa sin incidentes tras un viaje muy bien organizado y calculado al segundo.
Gañán agradece a la Diócesis de Osma-Soria la posibilidad de haber podido vivir esta experiencia “en la que te encuentras con la Iglesia Universal”, también a don Abilio que impulsó el viaje como entonces obispo de Osma-Soria, al Vicario de Pastoral que encabezó la peregrinación y al padre Eduardo que mostró una ciudad que conoce perfectamente mientras atendía a todos los participantes.
El padre Eduardo cuenta que “cada templo nos ha acogido como una casa común donde la fe, antigua y siempre nueva, se hace canto, silencio y comunión”, recuerda que “entre el bullicio de las multitudes y el rumor de lenguas diversas, hemos hallado la paz del Espíritu, que une a los corazones más allá de las fronteras”. Concluye que “Roma nos ha recordado que la fe no es un recuerdo, sino una fuente viva que sigue brotando del testimonio de los apóstoles, somos peregrinos del mismo Amor, caminando hacia la patria donde todo será encuentro y plenitud”.
TESTIMONIO COMPLETO DEL PADRE EDUARDO:
Peregrinos de esperanza al corazón de la cristiandad
Algo más de un centenar de peregrinos de la diócesis de Osma-Soria a los que se unieron personas de otras tierras de España y América, hemos caminado juntos, como una sola familia guiada por la fe. Durante la primera semana, hemos recorrido los lugares donde la Iglesia se edificó sobre el testimonio de los apóstoles Pedro y Pablo, y se fecundó con la sangre de los mártires y de innumerables santos a lo largo de los siglos. En este itinerario, el arte, la historia y la oración se entrelazaron con naturalidad.
En Roma, corazón palpitante de la cristiandad, cada piedra habla. En la plaza de San Pedro, durante la audiencia general con el papa León XIV, sentimos el abrazo materno de la Iglesia, que acoge bajo su inmensa columnata a hijos de todas las lenguas y naciones. En las cuatro basílicas papales (San Pedro, San Pablo Extramuros, San Juan de Letrán y Santa María la Mayor), así como en las de Santa Cruz de Jerusalén y santa maría en Trastévere, el pasado se hace presente, ya que la fe de los apóstoles sigue ardiendo en ellas como un fuego que no se apaga. Bajo las bóvedas de la Capilla Sixtina, en las catacumbas y en las celebraciones eucarísticas compartidas, hemos comprendido que el cristianismo no es solo una doctrina, sino una comunión viva, un amor que vence al tiempo.
Las plazas romanas nos hablaron con su lenguaje de agua, piedra y luz. En ellas el arte se hace oración y la belleza se convierte en evangelio. Cada fuente parecía recordarnos que el Espíritu sigue manando en el corazón del mundo, purificando, renovando, fecundando la esperanza. Roma nos mostró su alma eterna: ciudad de mártires y artistas, de santos y pecadores, de peregrinos y turistas, donde todo, incluso el bullicio, puede volverse plegaria.
También nos acercamos a Asís, donde veneramos los sepulcros y recuerdos de san Francisco y santa Clara, disfrutando de sus hermosos edificios medievales, que aún respiran el espíritu de fraternidad y pobreza del “Poverello”.
Después de la primera semana, algunos regresaron a España y otros descendimos hacia el sur, prolongando la peregrinación. En Lanciano contemplamos el milagro eucarístico que hace visible el misterio: el pan y el vino transformados en carne y sangre, testimonio de que Cristo está realmente presente entre nosotros. En San Giovanni Rotondo, san Pío de Pietrelcina nos recibió con sus llagas y su llamada a la conversión. En Bari veneramos los restos de san Nicolás, puente entre Oriente y Occidente, signo de la unidad que el Espíritu teje más allá de las fronteras.
Los caminos nos condujeron también hacia la historia más antigua. En Matera, ciudad excavada en la roca, descubrimos el evangelio de la tierra: de las cuevas que fueron refugio brota la luz que enseña a renacer. Aquella piedra, redimida del abandono, nos habló de la gracia que transforma la ruina en belleza. Paestum, con sus templos griegos, nos recordó que el deseo de lo divino late en el corazón humano desde siempre. En Herculano, sepultada por la erupción del Vesubio el año 79, la vida cotidiana quedó detenida en un instante, como testimonio de la fragilidad y del misterio del tiempo.
Nápoles, con su vitalidad ardiente al pie del volcán, nos mostró un rostro de fe popular y apasionada, donde la Virgen y los santos conviven con el clamor de las calles. Allí comprendimos que Dios habita también el bullicio, la risa y el trabajo, el pan compartido y la música de la vida.
Esta peregrinación ha sido más que un viaje: ha sido un sacramento de encuentro. Hemos celebrado la eucaristía junto a las tumbas de los apóstoles y de los mártires, hemos rezado en los templos y en el autobús, contemplado los mares Tirreno y Adriático. Hemos compartido mesa, cansancio y alegría, sabiendo que cada uno recibe según como lleve su vaso, tal como enseñaba san Juan de la Cruz: la fuente divina mana siempre, y solo pide corazones abiertos, capaces de descubrir y acoger su presencia en cada lugar y en cada acontecimiento.
Al volver a nuestras casas, sabemos que la peregrinación continúa. Roma y el sur de Italia quedan atrás, pero el camino del alma sigue adelante. Que el Señor, que nos ha reunido como pueblo en marcha, mantenga encendida la llama de esta experiencia; que cada jornada, por ordinaria que parezca, sea vivida como un nuevo paso hacia él. Y que María, Madre de la Iglesia y estrella del mar, nos enseñe a custodiar la fe y a servir con alegría. Quiera Dios que, al mirar atrás, podamos decir con gratitud: “Hemos sido peregrinos de esperanza, y en cada piedra, en cada rostro, en cada amanecer, hemos encontrado a Dios”. Amén.








